El hijo de puta

Pienso que dentro de todos hay un hijo de puta esperando. Algunas personas lo dejan salir con mas frecuencia que otras y a medida que maduramos, que reconocemos al hijo de puta interior, lo vamos escondiendo cada vez mas, pero que este escondido no significa que desaparezca. Un ejemplo son los chicos, quienes todavia no han aprendido a reconocer ese sentimiento y no tienen ningún reparo a la hora de expresarse, de cargar al gordo porque corre despacio, de burlarse de la ropa gastada de un pobre o de mencionar el color de piel de un semejante. Todas acciones que de adultos evitamos conscientemente (o sacamos a relucir cuando nos conviene) porque en sociedad es mas correcto, porque lo tenemos dominado. Sin embargo, sacarlo de adentro de tanto en cuando es entretenido.
Me acuerdo la última vez que me dí el gusto de ser un verdadero hijo de puta. No era adulto todavía, pero no era tan chico como para ignorar lo que estaba haciendo. Cursaba en segundo año del secundario, y la mayor parte del tiempo me la pasaba burlándome abierta e inescrupulosamente de un compañero llamado Brugoni.
Brugoni era feo de cara y por eso era inseguro. Carecía de la hendidura típica que hay entre el seño y el puente de la nariz y eso, sumado a su corte de pelo, tan largo adelante que se lo acomodaba detrás de las orejas, le daban un aspecto de águila muy marcado, y cuando entraba al aula yo gritaba bien fuerte “Ave Cesar, Pajarraco Brugoni” y el día empezaba en carcajadas para todos menos para él. Tenía muchisimos arreglos en la boca, dientes postizos y puentes, lo que hacía que arrastrara un poco la “S” y sonara como “SH”, haciendolo escupir cuando hablaba, entonces yo decía “Brugoni, dame el pronóstico, no la lluvia”. Al pobre tipo le hice la vida imposible.
Un día en que estábamos todos charlando tranquilos en la división, Brugoni contó que jugaba al Rugby, por eso tenía tantos arreglos en los dientes, pero que le divertía mucho mas el Baseball. Yo cuestioné sus gustos de muy mala manera, le dije que era un idiota por seguir jugando al Rugby a pesar de que le habían tirado todos los dientes, y que en este país no jugaba nadie al Baseball, que era el juego mas estúpido de todos. Ese día fuí especialmente molesto con él, todavía no puedo explicarme por qué me deje llevar tanto con el pobre Brugoni, y él solo decía “Pero a mi gusta Baseball”.
Al tiempo dejé el colegio, hice mi vida, y no volví a ver a los antiguos compañeros del secundario nunca mas.
Con los años conocí a una mujer, ella no me habia dicho que era casada, aunque yo lo sabía y no me importó. Estuvimos juntos muchas veces pero nunca tuvimos una relación fija.
En una conversación que tuvimos una vez en la cama, descubrimos que cuando teníamos la edad des secundario fuimos vecinos. Conocimos a las mismas personas, frecuentamos los mismos lugares. Nos extraño que, a pesar de tener la misma edad, no nos hubieramos conocido en aquella época, si no hasta mas de diez años despues. Ella conoció a muchos amigos mios de aquellos tiempo. Estabamos abrazados bajo las sabanas, conversando, compartiendo anécdotas mientras le acariciaba el pelo con una mano cuando me lo nombró. “¿Conociste a Brugoni?” me preguntó. Le respondí que si y le conté cual había sido mi relación con él, le expliqué que no estaba particularmente orgulloso por eso, pero las cosas se habían dado de aquella manera. Entonces ella me pregunto si sabía algo de él ahora, conteste que no, y le pedí que contara lo que supiera de la actualidad del pajarraco Brugoni. Sin ningún cambio de humor, sin darme una sola pista que me prepare a lo que venía, muy suelta de cuerpo me dice “Brugoni la está rompiendo con el Baseball en Italia, es ídolo allá y esta lleno de guita”.
Mi capacidad de reacción se apagó. Mi mano se desconecto del cerebro y seguía acariciandole el pelo por voluntad propia, el resto de mi cuerpo estaba paralizado. Y lo único que pude decir fué “Mira que hijo de puta”.

El cementerio de los paraguas

Antes, hace mucho, los días como aquel no me gustaban. Aquellos viernes ventosos, de soles bloqueados por colchones grisáceos, de veredas y calles mojadas en que se adivinan lluvias recientes, y los pájaros no cantan, y los autos hacen sonidos empastados al moverse por un asfalto humedecido y sucio.
Y por aquel viernes caminaba con mi amiga, esquivando baldosas flojas y alejándonos de los sumideros en las esquinas, tapados con basura y bolillas del paraíso, porque agua sucia se acumula en esos diques cuasi naturales y los autos al doblar salpican, en especial, a gente con paraguas que suele pararse cerca del cordón de la vereda.
Días como esos y los paraguas no se llevan bien. La gente no entiende e insiste en usarlos cuando la lluvia es poca y el viento es mucho y no al revés, y se retuercen, abren mal, se rompen; y con Paula, mi amiga, mirábamos como los paraguas se volteaban hacia arriba con las ráfagas de aire violentas que recorren calles y avenidas, y sus varillas se quiebran, y los paraguas ya no sirven.
Paula hizo que me fijara en los tachos de basura, rebosantes de mangos, cañitas de metal delgado y telas impermeables, y me preguntó si conocía el destino de esos paraguas rotos, ahora inútiles, muertos; y yo le dije que por supuesto que lo sabía.
Hacía mucho tiempo atrás, cuando los días como aquel no me gustaban y yo pasaba en la calle mas tiempo del que me hubiera gustado, conocí el cementerio de los paraguas. Era un lugar distinto a, digamos, el cementerio de los elefantes, pues ahí es a donde los animales van a morir, y los paraguas llegan al suyo ya muertos. El hombre sucio me guió una vez, quien no perdía el tiempo en la calle como yo, si no que vivía en ella, que se refugiaba de los días de poca lluvia y mucho viento a los costados de la vía, y que prendía un fuego para mantenerse caliente, pero las maderas y ramas que usaba estaban siempre húmedas y su hoguera tenía mas humo que calor, y el viento soplaba el humo hacia él, por lo que siempre estaba integramente teñido de negro, como pintado.
Yo quería averiguar por qué lo hacia, por qué esperaba la luz verde al tránsito de un semáforo cualquiera para el salir corriendo hacia el medio de la calle y meter una ramita de helecho o un racimo de bolillas del paraíso por la alcantarilla, en medio de insultos y bocinazos, y volver corriendo a la vereda a juntar restos de los paraguas que yacían desparramados por todos lados.
Sin decir palabra lo ayudé aquella vez. Junté con él varillas dobladas, mangos rotos y telas impermeables, puse todo en una mochila gigante hasta que no entró mas nada, entonces empecé a llevar todo lo que pude bajo los los brazos; y él se dejó seguir, compartimos el fuego y el humo, y anduvimos por túneles de servicio de la ciudad. Nos encontramos con otros hombres sucios que nunca salían a la superficie, quienes, cuando sonaban las bocinas, recogían helechos y bolillas del paraíso que caían de las alcantarilla, y después de mucho andar en lo oscuro, en la humedad y la pestilencia, cargados hasta el limite, llegamos hasta la desembocadura de un caño y una playa de escombros donde nunca llueve, y donde los paraguas rotos y muertos encuentran el último descanso.
La suave brisa silbaba sobre la blancos pedazos de yeso y restos de ladrillos, varillas desparramadas por todos lados, mangos que usaban como asas y manijas; iglues circulares hechos con telas sintéticas eran el refugio de estas personas pintadas, y sobre los hierros de obra torcidos, oxidados, un hombre sucio se acercaba a mi silente guía agitando la tela de un paraguas blanco, enorme, con el logo de un banco serigrafiado en las orillas, y ambos saltaron de alegría.
Me invitaron al iglú central, mas grande que los otros, hecho con cientos de telas de paraguas y con espacio para diez personas, y dentro, apoyado sobre un cajón de manzanas adornado con varillar plateadas, había un proyector de diapositivas que tratarian de usar, mas adelante, con la tela blanca serigrafiada como pantalla. Vi las filminas a trasluz, escenas de otra época, de selvas, de gente de color. Escenas que los hombres pintados trataban de imitar, tiñiendose con humo y sembrando helechos en escombros.
Pobre gente, me dijo Paula. Pero en el cementerio de los paraguas no llueve, y si el viento te retuerce el paraguas o te lo deja en furma de copa, es motivo de alegría.

Madurez en una punzada fría

El tiempo pasa, irrefutable.  Este año, este mes, me encontró caminando por las calles del centro porteño con zapatos gastados, sobre aceras gastadas que otrora sirvieron de apoyo a grandes hombres.
Días de Septiembre que traen un sol mas abundante y aligeran de ropa a los caminantes.
Cinco o siete grados de aumento en la temperatura son alivio en calles llenas de habitantes modestos, de chicos que mendigan descalzos, de buscas y vendedores de chucherías, y diez grados ya sofocan oficinas y jaulas cristalinas, inexpugnables, herméticas y aseguradas. Y todo apareció claro para mi.
Un fulgor insonoro comenzó en la parte superior de mi cabeza bajando por mi espina dorsal, descorriendo la pesada cortina que velaba mi realidad, cambiando mi presente y mis percepciones.
Los diferencias entre afuera y adentro, superpuestas a las de ayer y hoy.  Rayos de sol que son buscados como el oxigeno para un ahogado, para caminar o echarse; rayos que son esquivados porque opacan pantallas, decoloran folletos; y yo afuera, solo, con mi revelación en forma de frío metal trepanando mi cerebro, chorreando por mi sien, absorvida por mi hombro.
Apenas veinticinco grados en un mediodía de otoño moribundo, suficientes para que en las oficinas prendan equipos de aire acondicionado, que mantienen un constante flujo de frescura artificial y gotas de agua arrojándose impunemente al todo, o a la nada.  Heladas gotas que contrastan realidades sociales, descomponiéndolas como un prisma a un rayo de luz.  Agua fría que en su corto viaje por el aire aterriza en sobre mi cabeza, y hace darme cuenta de que tengo menos pelo que el año pasado.

Volví a pifiar

Así es, lo confieso...

Surealismo

ESTA ES UNA PAGINA EN BLANCO

Domingos de hombres con flores

Podrían, personas mucho mas inteligentes que yo, hacer un estudio psicológico sobre la gente que viaja en subte. Por supuesto ese ensayo reflejaría a oficinistas de medio pelo, adolecentes y jóvenes estudiantes, abuelas con nietos, chicos de la calle, etc. Gente de distintos estratos, distintas clases sociales; mundos distintos que se tocan por unos minutos en la cotidianidad subterránea en un día cualquiera. Pero hay un momento de un día en especial, atípico a la normalidad del subte que me interesa, y en aquel informe, en donde mis compañeros de viajes circunstanciales serían desmenuzados emocionalmente, en donde figurarían términos como depresión, opresión, despersonalización, ansiedad y artimañas similares, con seguridad no habría ni una sola mención a esos momentos fuera de lo común que tanto llaman mi atención.
Un domingo a la tarde en un subte es algo extraño. Hay mas gente de la que uno esperaría para ese momento, sin embargo sigue siendo poca en comparación a otros días. Los pasajeros no son distintos a los de un día de semana cualquiera, pero la ausencia de muchedumbre afecta la percepción que uno tiene sobre soledades o conversaciones ajenas, amplificandolas, haciendolas mas apreciables. Cinco personas solitarias en un vagon con cincuenta pasajeros pasan desapercibidas, mientras que una persona esperanzada resalta entre diez desanimados como una palabra subrayada en un diccionario. El tren subterraneo es el mas introspectivo de los medios de transporte ya que carece absolutamente de paisaje; todo lo ajeno a un vagón puede ser desatendido sin problemas. No es posible ignorar, y quizás en aquel estudio ni siquiera se haga mención a esto, el hecho de que en todas las estaciones de la linea A, que une Carabobo con Plaza de Mayo, suban al tren uno o dos hombres llevando flores.
Viajan conmigo, los hombres y sus flores, viajan los domingos a la tarde cuando voy hasta constitución, bajando en la estación Lima y haciendo combinaciones con otras lineas, mientras ellos seguirán su camino no se hasta donde.
Algunos llevan ramos adornados con helechos, otros una flor suelta o adornada con celofán metalizado; veo Rosas, Fresias, Jazmines y otras amarillas y naranjas de pétalos bien formados cuyo nombre desconozco. Los que viajan en el subte los domingos a la tarde llevando flores son hombres comunes, no hay entre ellos uno solo que destaque por su físico o elegancia; los hay petisos de bigote y rulos, panzones desalineados; de anteojos, chomba y pantalones nauticos, todos de rostros perfectamente olvidables. Ninguno de ellos se avergüenza ni se siente superior por subir con flores a un transporte público, para ellos es algo corriente.
Las flores son para sus mujeres, no tengo ninguna duda. No debe haber en todo el planeta postura mas cliché que un hombre entregándole flores a una mujer, pero la naturalidad con la que estos seres se desenvuelven, el coraje en la premeditación del acto, lo convierten en algo envidiable. Porque no es lo mismo, andar por la vida despreocupado, viajar tranquilo y con las manos libres, comprar alguna florsucha por ahí y llegar a la casa de una mujer cualquiera con un regalo cualquiera, que, ante todo, tener a aquella persona que se visitará en mente, elegir las flores mas acordes para ese encuentro especial y viajar con los ramos a la vista de todos en un gesto sublime, especie de grito vigorozo que dice “Si, llevo flores a la mujer que quiero”, y quizás, entrevistados para aquella investigación, sería lo que dijeran. A pesar de no conocernos entre nosotros, ese viaje, esos sueños alcanzables en forma de ramo, son cosas que compartimos y que nos unen.
Volviendo al estudio, si alguna vez se hiciese, probablemente se obviarían en el toda referencia al destino de esta gente y las promesas que albergan esos pimpollos florecidos de sentimientos. Esos estudios se confeccionan por y para gente de otro mundo, uno muy superior al nuestro que tiene las claves para el orden y la felicidad, un mundo que al cual no pertenezco porque el mio está mas abajo. Mi mundo es el de tardes de domingo, de viajes en subtes, y ramos de esperanzas.

Destino incierto

Subía despacio la viejita, como si estuviera a dos mil metros de altura en la cima de una montaña escarpada. Cada tanto tomaba fuerzas y seguía subiendo, siempre con cuidado, aferrando los deditos nudosos primero y asentando los pies enfundados en pantuflas después. No tenia miedo a la altura ya, ni a mirar hacia abajo cada tanto, porque el vértigo había cambiado.
En frente estaban todos los vecinos chusmeando, la policía había cortado la calle y acordonado la zona. Tomaban declaraciones a los posibles testigos mientras los porteros se encargaban de difundir la noticia a los recién llegados.
Estaba en desavillé sentada en el balcón. Era la tardecita y ella miraba como volvían los chicos del colegio, sola, tan sola como había estado desde que falleció su marido años atrás. Esa sensación extraña de estar desprotegida en la altura, ese vértigo se apoderaba de ella.
- Los dos habían hecho el edificio, eran dueños de todo -, contaba el portero de enfrente a cualquiera que se acercara. -Nooo, muy buena gente. Siempre sonriendo, muy amables... los hijos no tanto. Según lo que me habló ella ¿no?, no la venían a ver nunca, no la invitaban a su casa... A los nietitos chiquitos, que tendrán 4 o 5 años, casi no los vio, y esas cosas duelen, mas cuando se es grande. A todos nos va a tocar llegar a esa edad si Dios quiere, por eso a los viejos hay que tratarlos bien. Yo a los hijos de la señora no los conozco, los habré visto un par de veces solamente.
Ya pasada la conmoción del golpe seco, los gritos, los llamados a la ambulancia; ya pasada la tarde, con el sol en declive; la angustia, el abandono, solo quedan los curiosos, los chusmas, las estadísticas.
-Claro, los hijos le vendieron todo. Ahora lo único que le quedaba era su departamentito alla en el último piso. Hoy me saludo... me saludo y no pude ver mas nada, ¿me entiende?. Me tape la cara y me dí vuelta
Algunos vecinos que la conocían de vista trataban de adivinar siluetas como la de ella bajo una manta puesta por los policías en el piso.
La anciana entregada a lo transmutado, al miedo de caer convertido en atracción irresistible a tirarse, aferrada con una sola mano desde la cima del frente del edificio, subida a la baranda de su balcón, se da vuelta y saluda efusivamente a un portero asombrado que la miraba confundido por la escena.
Nadie la vio alcanzar la cima de una montaña y reirse de las desgracias y la soledad, nadie la vio arrojarse de cabeza a una vereda, ambas opciones son válidas en un terreno literario. El desenlace final queda solo en el mundo de la imaginación.